jueves, 4 de julio de 2013

Tres caras de una misma moneda

PRÓLOGO


Podría cuestionarme cuándo empezar, dónde empezar y cómo empezar. A mí sinceramente me da igual. Para mí lo importante es empezar, así que empezaré… dudando. Pues no sé cuánto tiempo viviré, no sé qué hago aquí, no sé a dónde voy, no sé quién soy; ni siquiera sé porqué estoy escribiendo esto. Todas estas incertidumbres me matan y al mismo tiempo me dan vida, una vida llena de preguntas. Algunas son sencillas, otras me quitan el sueño.

¿Cuánto tiempo nos cuesta asimilar un gran cambio en nuestra vida?, ¿cómo llegamos a conseguirlo?, ¿y por qué no estamos preparados para los cambios? Por supuesto yo no tengo la respuesta para cada pregunta, si no de qué me sirve planteármelas.
Quizá nunca consiga contestarlas. Podría decir que con la experiencia, madurez y actuación adecuadas lograría averiguar cuánto, conocer cómo y desvelar porqué, pero dudo tener el valor necesario para afirmar tal locura.

Es abrumador saber que durante toda nuestra vida soportamos reveses inesperados, y aún así no somos capaces, después de todas esas vivencias, de encajar el cambio más previsible de todos. La muerte.


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Oía varias voces que me llamaban: <<despierta mamá>>…<<Alicia>>… Me desperté y me encontré a mi hijo y mi marido con gesto muy preocupado. <<¿Estás bien?>>, me decían, <<te has quedado dormida>>. Abrí los ojos y me vi sentada en una butaca de una gran sala, a la cual no sé ni cómo llegué ni cuándo.

Aquel era un sitio muy extravagante. Los halógenos estaban en el suelo en vez de en el techo, las macetas estaban en el techo en vez de en el suelo y las escaleras no llevaban a ninguna parte, acababan en las paredes sin una puerta que abrir. Penetraba una intensa luz blanca que iluminaba toda la sala dejándome más desorientada aún. Era… un museo.
Notaba algo extraño; una tranquilidad cálida que me adormecía. Como si el naranja de las paredes me envolvieran para atraparme y así formar parte de ellas.

Me explicó mi marido que habíamos ido a aquel museo con mi hermana, porque a ella le comentaron que estaba muy bien. Pero… ¿mi hermana? <<Se ha ido a ver un cuadro>>, me dijeron.
Tardamos en encontrarla. Aunque el museo parecía pequeño, se me hizo muy grande conforme caminaba en él. Estaba con mi marido, mi hermana y mi hijo, y a pesar de que sabía que eran ellos, percibí algo raro.
Quería irme del museo y no sabía muy bien porqué. Pero mi hermana y mi marido se negaron, <<te recomiendo que veas la exposición hermanita>>… <<debemos ver la exposición Alicia, ya que entramos…>>, dijo mi marido.

Sin embargo, mi hijo quería irse a toda costa. Llegando a llorar para lograr su objetivo, actitud poco frecuente en él.
No obstante, además de mi repentina aparición en ese escalofriante museo, la negativa de mi marido y hermana a irnos y el comportamiento insólito de mi hijo, advertí algo mucho más inquietante… su vocabulario. Pues mi marido empezaba a chirriarle la palabra “debemos”, y lo mismo le pasaba a mi hijo y hermana, los cuales repetían insistentemente “te recomiendo” y “quiero” respectivamente.

Mi marido y mi hermana nos bombardeaban a mi hijo y a mí, <<vamos, debemos ver la exposición antes de que cierren>>… <<sí, vamos. Vas a aprender mucho con ella>>. Parecía que uno lo hacía por obligación y la otra por mostrarme una cosa importante.
En cualquier caso me fui, les pedí que me dejaran en paz para recolocarme mentalmente; en realidad iba a buscar una salida, no soportaba más esa insistencia surrealista. Pero no encontraba ninguna salida, entonces fue cuando me asusté de verdad. Me dije a mí misma que simplemente estaba nerviosa, y me agobié más aún.

Me negué el que no pudiera salir de aquel dichoso museo, me lo negué con todas mis fuerzas a ver si se hacía realidad. Y como era de esperar no solucioné nada y rompí a llorar.










Me encontraron llorando acurrucada en una de esas puñeteras escaleras que no llevaban a ninguna parte.
Ni se inmutaron al verme sollozar. Permanecieron firmes, pétreos ante mi lamento. Solo mi hijo se arrodilló ante mí; pero no para consolarme, si no para decirme que el también quería irse.
<<No le hagas caso Alicia>>, y lo agarró mi marido fuertemente del brazo.

<<Buscabas la salida hermanita>>, me dijo risueña. <<Tienes que ver y comprender la exposición para conseguir encontrar la puerta>>. Y me di cuenta de la locura que me había dicho mi hermana, puesto que yo ya había recorrido el museo en busca de la salida; en esa búsqueda observé que los cuadros estaban en blanco, y las esculturas solo eran piedras brutas sin forma.
¿Como sería posible entender unas obras que no existen?

Arremetí contra ellos. Gritándoles, amenazándoles, empujándoles, intentando convencerles de que no había exposición. <<No hay obras>>, decía cada vez más angustiada. Hasta que salí corriendo.










Corrí lo más rápido que pude. No sabía hacía dónde estaba huyendo, solo sabía que huía… hasta que vi un cuadro. <<No está en blanco>>, dije casi con alegría. Y de hecho, al lado había otro cuadro que tampoco estaba en blanco.
En el primer cuadro se vislumbraba una lluvia tormentosa que le daba un ambiente triste y lóbrego. En el segundo solo logré ver la sombra de un niño que avanzaba hacía una luz cegadora.

<<Por fin puedes entender las obras>>, me dijo mi hermana llegando por detrás. <<Sí, pero solo puedo ver estos dos cuadros>>, le conteste con la voz entrecortada por el susto de su aparición tan espontánea. <<Si en lugar de huir aceptaras de una vez ver el museo, podrías ver todas las obras>>. <<Si ya he visto el museo>>, respondí muy segura. <<No. Has recorrido el museo buscando una salida. Y ahora te pido que recorras el museo para llegar a ver las obras, y así entender lo que quieren decir>>. <<¿Dónde están mi marido y mi hijo?>>, le comenté. <<Siguen discutiendo. Uno diciendo lo que quiero hacer, y otro imponiendo lo que se debe hacer>>. Mi hermana me cogió de la mano, y al final acepté ver la exposición.
De todas formas qué podía hacer.










Por primera vez, pude relajarme en aquel maldito museo. Todavía no entendía las obras pero capté una peculiar belleza en ellas y el museo. Aunque no observaba nada en ellas, me di cuenta que estaban puestas en una determinada posición. Así que me alejé lo suficiente y… para mi asombro, leí con una increíble nitidez la palabra “accidente”. Mi hermana me sonrió, y de repente, todas los cuadros dejaron de estar en blanco para mostrarme unas imágenes que me eran familiares.
En los cuadros aparecía mi marido, mi hermana y mi hijo. Como nos preparábamos para ir al museo, y como los dos últimos cuadros del “accidente” eran aquellos que pude describir desde un principio.
Ya recordaba todo. Tuvimos un accidente de tráfico de vuelta a casa, cuando abandonamos el museo. Entonces giré ciento ochenta grados y contemplé el verdadero museo; con sus halógenos en el techo, las macetas en el suelo, y unas escaleras coherentes que no chocaban con las paredes.
<<Así que… mi marido, mi hijo y tú… ¿quiénes son ustedes?>>, pregunté con más curiosidad que con miedo.
<<Somos tú>>, respondió mi hermana… o por lo menos un espejismo de ella.
Me señaló con el dedo índice hacia una puerta; era la salida.
Me acompañó hasta ella, <<¿qué hay al otro lado?>>, pregunté.
<<Soy tú. Si tú no lo sabes… yo tampoco>>. Atravesé la puerta y me cegó una luz muy fuerte. Como si al otro lado de la puerta estuviera el sol esperándome.




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