Despierta con unas legañas que no le permiten abrir los ojos. Mira a su alrededor, recuerda el frío que supone estar a la intemperie y que ha olvidado por el sopor de la noche. Alza el hocico intentando vislumbrar a alguien pero no lo consigue. Agacha de nuevo la cabeza desanimado por su vano intento; casi llorando por creer que pudiera haber alguien, o por el hecho tener la ilusión de tal milagro.
Al comienzo del día abandona su dormitorio para no volver más. Deambulando por las calles llenas de gente que corre de un lado para otro como si les persiguiera la mismísima muerte. Pero nuestro vagabundo no corre porque sabe que no tiene ningún lugar a donde correr. Ha aprendido lo suficiente como para saber que las prisas son inutiles, y que el reloj solo es un negrero con minutero.
Ve pasar a la gente que le mira por encima del hombro, aunque también es cierto que nuestro vagabundo está sentado. Hablando por el teléfono móvil las personas intentan comunicarse sin saber que cuanto más utilicen ese chisme menos se comunican.
Curiosamente, sentados como nuestro vagabundo, se encuentran los jubilados. Los mira casi con fraternidad y se acerca con prudencia. Ellos no rechazan el afecto del vagabundo: le acarician la oreja, el lomo y la barriga; <<que bonito>>, le dicen mientras nuestro vagabundo agita la cola de un lado a otro, disfrutando del poco contacto humano que tiene al día.
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